Opinión/Wilmar Jaramillo Velásquez
El Largo Vuelo del Cirirí, al mejor estilo de Alonso Salazar, de su capacidad analítica, investigativa, además de su amena y fina prosa a la hora de ir hilando párrafo tras párrafo, que van conduciendo rápidamente al lector casi que inconscientemente hasta la última de las 343 páginas de la obra.
No es nada extraño, es la pluma a la que nos ha tenido acostumbrado el autor, con un sello muy personal intentando desenmarañar el conflicto armado y sus intrincados efectos sociales, por eso este libro nos va mostrando los caminos de la guerra y el desastre que va dejando a su paso, la degradación del conflicto que de paso llevó a la degradación de nuestro Ejército y Policía, como aprendieron de las dictaduras del Cono Sur los más terribles métodos de tortura y desaparición, y como fueron arropados de impunidad, como los ascendían a altos rangos y como desde la Justicia Penal Militar y la misma Procuraduría los blindaban para que no afrontaran la justicia.
En la medida en que el autor nos va narrando la intrincada y trágica historia de doña Fabiola Lalinde en su férrea y terca lucha para dar con el paradero de su hijo Luis Fernando, capturado, torturado, asesinado y sepultado en una montaña por tropas regulares adscritas a la VIII Brigada del Ejército, va develando la tragedia de una familia a la que le desaparecen un pariente, las barreras de acero que tiene cruzar, la sangre fría de funcionarios y militares de mármol sin el más mínimo asomo de humanidad, pero también de golondrinas veraniegas que iban dando pistas que ella con la paciencia de Job iba hilando juiciosamente como tejiendo una enorme manta, sin fin. Ahí cabe el valiente juez Bernardo Jaramillo Uribe, una excepción del paquidermo aparato de justicia, quien pagaría su valor con la vida.
Doña Fabiola fue víctima de los peores vejámenes por parte de un establecimiento descompuesto, influido por escuelas del terror desde los Estados Unidos, donde se formaron los más temidos dictadores de América Latina, a quienes les insertaron como un chip, el discurso del “enemigo interno, el imperante y patriótico deber de aniquilar el comunismo al precio que fuera”, la misma doctrina que utilizaron para el exterminio de la Unión Patriótica.
Doña Fabiola, una modesta empleada de un almacén de cadena en Medellín termina codeándose con la alta alcurnia de los derechos humanos en el mundo, en conferencias en Europa, estudiando ciencias forenses en Venezuela, hasta convertirse en un referente, no solamente en Colombia sino en el mundo.
Caminó en el filo de la navaja en la época más oscura y terrorífica de Medellín, viendo como asesinaban desde el médico Héctor Abad Gómez hasta Jesús María Valle y otra decena de personas comprometidas en la defensa de los derechos humanos.
Su tenacidad, su don de madre, su honradez, sus principios y creencias religiosas, la forjaron y hasta la endurecieron para hacer frente a tamaña empresa en la que se metió: Buscar a su hijo, hasta encontrarlo, desafiando lo más poderoso del estado como su aparato militar y sus aliados, para lo cual movió cielo y tierra, sufrió destierros, cárcel, y toda clase de persecuciones y humillaciones. Nunca se dio por vencida.

Se ganó en vida el respeto, edificó su propio espacio en el mundo de los derechos humanos, en la “Operación Cirirí” como llamó su gesta, tuvieron cabida numerosas familias que desesperadas buscaban a sus parientes y terminó armando un extenso archivo de fotos, videos, casetes que se convirtieron en material de consulta de investigadores, científicos, la Unesco lo eligió como patrimonio del mundo y hoy reposa en la Universidad Nacional de Medellín por decisión soberana de doña Fabiola.
Su paso por este mundo no fue inútil, terminó derrotando a los asesinos y torturadores de su hijo, rescató sus despojos mortales y les dio digna sepultura, si bien no pudo derrotar la impunidad, al menos logró desenmascarar y hacer públicos los nombres de los torturadores.
Imposible no recordar el poema Elegía de Miguel Hernández, al leer el texto cuando doña Fabiola llega a la Montaña donde los torturadores habían sepultado a su hijo, un cuadro indescriptible para una madre.
“Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte”
Doña Fabiola murió en paz, tranquila y serena ante lo inmenso de su trabajo y su legado contra la desaparición forzosa de la que fue pionera. Cumplió la palabra de encontrar a Luis Fernando.
Alonso Salazar en este libro nos dibuja con fina filigrana la vida y obra de esta mujer a la que el destino y el infortunio la afinaron como el acero, pero que nunca perdió la cordura, su dignidad y decoro, que no tuvo espacio ni tiempo en su corazón para el odio, una mujer ejemplo para muchas generaciones en esta patria de violencia y degradación constante a la que le debemos un monumento para que jamás sea olvidada.
El autor reafirma que su condición y olfato de buen periodista siguen intactos, que por el contrario tiene mucho que ofrecer a sus lectores, aún cautivados con su clásico “No Nacimos Pa’ Semilla” referente de la violencia urbana, igualmente de profundas raíces y connotaciones sociales.